El
relato, o el discurso, va adquiriendo categoría de prueba fehaciente. Sabemos, por la dinámica pericial, de lo
dudoso de cualquier testimonio, pero, cada vez más, se van admitiendo, en el
ámbito cotidiano, como evidencia de facto.
Hay historiadores que lo elevan (al testimonio individual) a descriptor
de una época, siempre que la subjetividad del relator convenga a sus intereses
ideológicos. La emoción de lo subjetivo
nos atrae y se convierte en un medio excelente para los ingenieros sociales de
toda índole. “Mejor equivocarse con
Sartre que acertar con Aron”, decían los del sesenta y ocho. En eso seguimos, o a eso tornamos
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