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14 febrero 2012

REFORMAS

Cuando platicamos de reformas, casi todo es eufemismo.  Verbigracia, la rigidez del mercado laboral, que se refiere, en realidad, al grado de seguridad que la legislación otorga a los asalariados.  Pero no.  Se habla, en cambio, de flexibilizar, no de hurtar derechos sociales, que queda peor, y se considera esa acción como una suerte de panacea que defienden todos los iluminados del presente, ahora liberales,  como otrora ellos mismos, u otros similares, se inclinaron por el keynesianismo o por el marxismo-leninismo.  Pero esa sensación de revelación es siempre la misma.  Y en relación con ello, durante el último franquismo, con unas condiciones bastante rígidas, se rozó el pleno empleo.  Y quienes ahora impulsan la reforma se jactan con frecuencia de su anterior etapa de gobierno, cuando creábamos, al parecer, un buena parte de los empleos europeos sin flexibilidad aparente.  No debe ser, por tanto, el desempleo actual un problema de rigideces sino de inactividad productiva.  Pero se facilita el despido para reducir el paro, en extraña paradoja.  Se trata de una especie de mensaje más o menos cifrado: si sois buenos, si estáis dispuestos a trabajar lo que haga falta, donde y cuando el empleador disponga, tendréis trabajo.  No es demagogia, es realidad.  Tras la Segunda Guerra Mundial, el neocapitalismo entonces imperante en Europa al albur del Plan Marshall y del paradigma keynesiano suministró lugar a lo que hemos dado en llamar “Estado del Bienestar”.  Por aquel entonces, el temor al bloque soviético hacía que importasen poco el déficit y la deuda.  Con Keynes como guía, no había primas de riesgo.  Paralelamente, fue brotando el embrión de la implosión financiera.  El abandono de la convertibilidad del dólar en oro, allá por 1971, supuso el inicio de un curioso proceso en relación con el dinero y con los bancos, culminado con el nacimiento de la economía virtual en un entorno de globalización.  Fue cuando los bancos, además de crear dinero mediante el conocido mecanismo de multiplicación de los depósitos bancarios, dieron en imaginar como activo aquello que consideraban oportuno.  El resultado, una auténtica implosión, una ignición del sistema financiero internacional, contagiosa  y letal, que dio lugar a la crisis actual y que sorprendió a algunos países, como España, colgados de la brocha de la burbuja inmobiliaria.  Y, por si no era suficiente, se había instituido previamente, en Europa, una moneda única divulgada como fuente de la eterna felicidad con todos los parabienes de los expertos..  Y, de pronto, el déficit sí importa, la deuda se torna activo y los derechos laborales dejan de tener sentido, porque ya no estamos en el mundo de la posguerra bipolar.  Y tomados, gracias al euro, por nuestras partes, no queda otro remedio que actuar al mando y ordeno, que vender con eufemismos (reducción de rigideces) la apertura de la caja de pandora de la desprotección.

REFORMAS

Cuando platicamos de reformas, casi todo es eufemismo.  Verbigracia, la rigidez del mercado laboral, que se refiere, en realidad, al grado de seguridad que la legislación otorga a los asalariados.  Pero no.  Se habla, en cambio, de flexibilizar, no de hurtar derechos sociales, que queda peor, y se considera esa acción como una suerte de panacea que defienden todos los iluminados del presente, ahora liberales,  como otrora ellos mismos, u otros similares, se inclinaron por el keynesianismo o por el marxismo-leninismo.  Pero esa sensación de revelación es siempre la misma.  Y en relación con ello, durante el último franquismo, con unas condiciones bastante rígidas, se rozó el pleno empleo.  Y quienes ahora impulsan la reforma se jactan con frecuencia de su anterior etapa de gobierno, cuando creábamos, al parecer, un buena parte de los empleos europeos sin flexibilidad aparente.  No debe ser, por tanto, el desempleo actual un problema de rigideces sino de inactividad productiva.  Pero se facilita el despido para reducir el paro, en extraña paradoja.  Se trata de una especie de mensaje más o menos cifrado: si sois buenos, si estáis dispuestos a trabajar lo que haga falta, donde y cuando el empleador disponga, tendréis trabajo.  No es demagogia, es realidad.  Tras la Segunda Guerra Mundial, el neocapitalismo entonces imperante en Europa al albur del Plan Marshall y del paradigma keynesiano suministró lugar a lo que hemos dado en llamar “Estado del Bienestar”.  Por aquel entonces, el temor al bloque soviético hacía que importasen poco el déficit y la deuda.  Con Keynes como guía, no había primas de riesgo.  Paralelamente, fue brotando el embrión de la implosión financiera.  El abandono de la convertibilidad del dólar en oro, allá por 1971, supuso el inicio de un curioso proceso en relación con el dinero y con los bancos, culminado con el nacimiento de la economía virtual en un entorno de globalización.  Fue cuando los bancos, además de crear dinero mediante el conocido mecanismo de multiplicación de los depósitos bancarios, dieron en imaginar como activo aquello que consideraban oportuno.  El resultado, una auténtica implosión, una ignición del sistema financiero internacional, contagiosa  y letal, que dio lugar a la crisis actual y que sorprendió a algunos países, como España, colgados de la brocha de la burbuja inmobiliaria.  Y, por si no era suficiente, se había instituido previamente, en Europa, una moneda única divulgada como fuente de la eterna felicidad con todos los parabienes de los expertos..  Y, de pronto, el déficit sí importa, el deuda se torna en activo y los derechos laborales dejan de tener sentido, porque ya no estamos en el mundo de la posguerra bipolar.  Y tomados, gracias al euro, por nuestras partes, no queda otro remedio que actuar al mando y ordeno, que vender con eufemismos (reducción de rigideces) la apertura de la caja de pandora de la desprotección.