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10 marzo 2011

INDIVIDUOS

Robert Ardrey, etólogo y ensayista, aseveraba, allá por 1970, que lo que más nos aleja de lo zoológico, y nos acerca a lo divino, es nuestra individualidad, esa característica tan humana. Somos seres sociales, es indudable, y necesitamos de los otros desde que nacemos, pero somos, también, sujetos. El gran progreso de la humanidad, tecnología aparte, es el crecimiento de esa parte indivisa que nos singulariza uno a uno, que nos hace únicos y nos extrae del mecanicismo de la colmena. Orbitamos en un todo, inseparables del mismo, como las partículas cuánticas, pero nuestras trayectorias son aleatorias e indeterminadas.

En general, algunas de las grandes ideologías de los siglos XIX y XX convirtieron al individuo en una entidad subsidiaria del universo social y limitaron su libertad en nombre del bien común. El marxismo, el fascismo y el nacionalismo fueron exponentes claros; incluso el anarquismo, aparentemente individualista, cayó en esa lacra.

Sin individuos, una sociedad desfallece y se vuelve totalitaria. El individualismo, que no el egoísmo (su corrupción, a la manera de la demagogia para la democracia aristotélica), es factor de libertad y progreso. Hoy, en una sociedad aparentemente individual (sólo aparentemente) se postulan, en el mundo de la empresa y en el de la reglamentación, teorías y medidas que asaltan al individuo. Se confunde individualismo con hedonismo y pensamiento débil, y ello se filtra en el discurso psicosociológico, en los planes de estudios y en la dinámica grupal de las empresas. Aunque parezcamos viajar hacia la cúspide del ser humano personal, es pura impresión virtual e ideográfica; estamos más cerca del mundo orweliano que del paraíso que soñaron los libertarios.