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16 julio 2010

REFLEXIONES CANICULARES.

Nada hay más arduo que la agudeza en el juicio. Es un don poco común, anómalo. Pero, entre la clarividencia (potestad de esos pocos elegidos que en el orbe son y han sido) y el no discernimiento de los estultos, media un abismo. Se diría que existe un término medio, el justo medio de los clásicos, pero tampoco sobra en nuestros tiempos. Tal vez porque las falsedades se muestran como verdades, tal vez porque una falacia repetida muchas veces se torna axioma incuestionable, tal vez por ambas cosas a la vez, el caso es que la claridad fulgura poco y mal. Sólo hay que fijarse en la evolución del lenguaje y de las lenguas. Cada vez más pobres y lóbregas, expresión y sintaxis retroceden como lo hiciera el latín en los tiempos oscuros. Eso sí, se habla más que nunca, se perora con exuberancia e imprecisión en los más diversos foros. Sin embargo, fracasan a menudo el raciocinio, el entendimiento y el sentido común. Las élites del saber ya no existen o enmudecen abrumadas por el dionisiaco maremoto del pensamiento débil. Pero, enfín, la canícula florece y mejor no macerarse en tan espinosas reflexiones.