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09 febrero 2006

UTOPÍAS

Soy poco adicto a las utopías. Las imagino dañinas aun cuando se ajusten al ámbito de lo poético-literario. Se exhiben como sueños de la esperanza humana, pero, si llegan a cumplirse, aunque sólo sea un poco, se mudan en pesadillas. Hay ejemplos y no es preciso citarlos.
Todo empieza cuando alguno observa la imperfección del orbe sublunar y se empecina en plantear un futuro perfecto y edénico. Sobre esto, recuerdo una vieja parábola que asomaba en una enciclopedia, o similar, de mi infancia. En ella, un prójimo que medio sesteaba bajo un árbol, se hacia preguntas acerca de la disposición del entorno que avistaba: ¿Por qué otros frutos en los árboles y los melones en la tierra? Cuando le cayó en la cabeza una manzana, advirtió que el planeta estaba bien como estaba (conjeturando que podría haber sido un melón) Creo que se titulaba Parábola de la Divina Providencia. La moraleja era, por supuesto, inmovilista y retrógrada, pero no exenta de gracia. Quienes se empeñan en que variadas utopías, sino quimeras de facto, se hagan realidad, tienden a anhelar que las sandías crezcan en las ramas fértiles retando a la ley de la gravedad. Por eso no me gustan las utopías. Es más, me dan bastante miedo.

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