La noción de disonancia
cognitiva se debe a León Festinger, psicosociólogo que la acuño allá
por los años cincuenta. Viene a instituir, en esencia, que el individuo desea
lograr siempre la consistencia o coherencia entre las opiniones, conocimientos y
creencias que le son propios y sus actos
o conducta. Según Festinger, cuando existe una inconsistencia, el resultado es el malestar psicológico y,
como consecuencia, un intento de reducir la disonancia, eliminándola y evitando
las informaciones y contextos que puedan aumentarla. En los últimos tiempos, la
teoría de la disonancia cognitiva parece explicar muchas de las cosas que
pasan, sobre todo las relacionadas con la obediencia y la sumisión frente a los
liberticidas. Si combinamos esto con la
denominada “ventana de Overton”, se
explica una parte del galimatías que nos asola y, así, lo que parece absurdo e
impenetrable se va tornando proceso inteligible. Todo se reduce a no querer ver o mirar lo que
está más allá de nuestras narices, a ponerse las orejeras ideológicas de la marca sentido común dominante ( ¡ay,
Gramsci!) y a ir aceptando ruedas de molino de radio y grosor creciente. Disonancia cognitiva y ventana de Overton,
pues.
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