EL MURO.
Último día del año. Transcurre el tiempo y nos olvidamos de
las cosas, pero, en estas fechas de evocación cronológica, uno siempre trae al
recuerdo aquello que le surge, de manera espontánea, en su ocasional reminiscencia. Y no siempre son, como es este
caso, tramas agradables. Tras la inicial
construcción provisional, el Muro de Berlín acabó por convertirse en una pared
de hormigón de entre 3,5 y 4 metros de altura, con un interior formado por
cables de acero para aumentar su resistencia. Se organizó, asimismo, la denominada
"franja de la muerte", formada por un foso, una alambrada, una
carretera por la que circulaban constantemente vehículos militares, sistemas de
alarma, armas automáticas, torres de vigilancia y patrullas acompañadas por
perros las 24 horas del día. Semejante ingenio fronterizo fue ideado para
que los habitantes del paraíso comunista, ignorantes de las delicias del mismo
y obnubilados por el capitalismo demoniaco, no abandonaran el perímetro de
aquel mundo totalitario. Conviene
recordarlo. El muro no era para que no
entrasen desde fuera, sino para que no saliesen desde dentro. A aquella
barbarie la denominaban socialismo real los intelectuales orgánicos, y gran
parte de los medios, del orbe capitalista, los mismos que insultaron y
ridiculizaron a Solzhenitsyn por denunciar el Gulag. Pues bien.
Parece que hoy el comunismo goza de no muy mala imagen en nuestras
sociedades occidentales (salvo en aquellas que lo sufrieron) y sigue siendo
considerado, bajo su nuevo avatar verde y ecológico, como alternativa al
peligroso capitalismo. A quienes así
piensen, solo le digo que se informen, que lean, que reflexionen. Es la única manera de no aceptar la
propaganda (incluida la ya muy antigua, originada en tiempos de la Komintern)
como si fuera verdad dada. Y pueden
empezar por el muro.
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