SOBRE EL CAMBIO.
En mis tiempos de escuela primaria, muy diferentes
a estos, se transcribía, en la
enciclopedia que utilizábamos como libro de texto, una parábola sobre la
“Divina Providencia”(sic). En ese corto
relato, un varón reposaba a la sombra de un manzano situado frente a un
melonar; se preguntaba nuestro amigo porque las cosas, el mundo, eran como eran
y no de otra manera, en una elucubración más o menos primaria, y
filosófica, sobre azar y necesidad; en
un momento dado, descendiendo desde los razonamientos generales hasta lo más
concreto y visual en su cadena de interrogantes que iban desde lo abstracto a
lo tangible, se preguntó por la razón de
que los melones crecieran en la tierra y no en las ramas de los árboles y,
estando en esa reflexión, le cayó, como a Newton, una manzana en la cabeza. Pensó entonces:
¡Menos mal que no era un melón!.
Terminado el relato, la moraleja estaba clara: no pienses demasiado,
acepta el mundo como es, sé obediente, vives en el mejor de los mundos
posibles. La cuestión es si vivimos, o no, en el mejor de los orbes.
Así lo era para Leibniz y Hegel, en el primero por aquello de la “armonía
preestablecida” y, en el segundo, por el devenir dialéctico de la Idea. Semejante presunción ha sido sometida, como
sabemos, a muchas críticas, empezando por Marx y Engels, al dar la vuelta a la
dialéctica hegeliana, pero no es eso lo que traigo aquí a colación, sino más
bien el dilema entre estabilidad y cambio.
Porque es cierto que quien se atrinchera en ese mejor mundo de los
posibles puede ser un peligroso enemigo de la libertad y del progreso (aunque
hay quien piensa que el propio cambio, el progreso es una muestra de esa noción
hegeliana, al ir mejorando el orbe en cada momento), pero no podemos negar el
peligro fabulador de quien se sienta frente al melonar y cree filosofar aunque
no tenga los rudimentos para ello. ¿
Cuál de los dos tiene más peligro?
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