“El mal no es nunca radical, sólo es extremo, y carece de toda profundidad y de cualquier dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie.”
Hannah Arendt
Nombro aquí, una vez más, a Hanna Arendt. El párrafo
de arriba asume lecturas varias, pero le incumben, sobre todo, el totalitarismo
y la banalidad del Mal. Esta última es la puerta por la que se suele filtrar
el primero, porque nunca, a priori, los generadores de autocracia parecen terroríficos.
La fascinación con el MAL, como entidad maravillosa, permite a los
liberticidas ir obteniendo sus metas poco a poco; nos cocinan, como a la rana,
en un agua fría que irán calentando de manera gradual, en un procedimiento, que
unido a la trivialidad, desactiva nuestras alarmas. Banales eran los
inquisidores y banales fueron los sátrapas y sus epígonos, así como quienes los
consentían. Y así hasta hoy. El mundo es
banal y nosotros somos banales. La
propia Arendt sentenció que investigar el Mal (ella lo supo) no conduce a
ningún sitio, pues no hay nada profundo debajo, a pesar del sufrimiento que
pueda forjar. Pienso, por ello, en estos
días, en este presente y en nuestros líderes, fútiles hasta la extenuación,
pero idóneos para fraguar daños irreparables.
No digo más
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