Las cavilaciones sobre el Poder vienen de antiguo y nunca están exentas
de provecho. Meditaba Nietzsche que “todas
las cosas están sujetas a interpretación, y la interpretación que prevalezca en
un momento dado es una función del poder y no de la verdad”. En relación con ello, la historia de la
secularización política, o del tránsito desde la autocracia a la democracia
parlamentaria, es siempre una variante de lo que podríamos denominar “poder
versus libertad”. Por ello, la sentencia
de Nietzsche es precisa y sutil, pues muestra como el lenguaje es elemento crucial en esa
dialéctica. Entiendo que no debemos
nunca permitir que nos impongan el nombre de las cosas. En relación con ello, Leonardo Da Vinci, que
parece ajeno a estas cuestiones, dejo dicho que “nada favorece más a la
autoridad que el silencio”, y semejante aseveración es muy aplicable a
nuestros días. El Poder, ese gran
afrodisiaco, por parafrasear a alguien que, como Henry Kissinger, entendía del
mismo, sigue así. Su configuración, textura y grado de tiranía depende bastante
de que, frente a ello, seamos más o menos pasivos, más o menos tolerantes, más
o menos obedientes.
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