ADJETIVOS.
Los adjetivos,
o más bien la adjetivación como praxis deliberada, son la antesala del peligro,
sino el peligro mismo. Es tarea ardua,
y sólo concebible a la manera de idea
límite, pretender escribir, o expresarse, sin ellos, tal y como aspiraba
Escohotado. Y entiendo la pretensión de
Don Antonio, pues nunca hay nada de malo en el verbo y en el sustantivo, pero
el adjetivo es el arma de todo tirano, religioso o laico. Verbigracia:
es concisa, y hasta henchida de belleza, la voz “democracia”, pero si le
añadimos según qué epítetos ( “orgánica”, “popular”, “real”, “directa”…) su
semántica se ve desgarrada y se convierte en
reverso de si misma. Lo mismo
sirve para vocablos como asesinato o violencia, a los que los calificativos
anejos denigran y convierten en recurso para imponernos algún yugo. El lenguaje, y el nombre de los entes, nunca
es baladí, sino más bien su pura esencia.
Si desistimos de preservar el
significado de los conceptos, lo demás está servido, pues ya nada podremos
hacer para librarnos de sus manipuladores.
Me refiero a los liberticidas, cada vez más numerosos en acción u
omisión. No olvidemos que “Dios (o el azar) ayuda a los malos cuando son más
que los buenos”.
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