Los
funcionarios probos y eficientes han tenido, y tienen, un papel perentorio en
el impulso y ejercicio de los modernos Estados.
El buen burócrata trata de organizar aquello que le viene dado con
eficacia y prontitud. Y cuanto más
absurdas, o abstrusas, sean las órdenes, llegadas por vía jerárquica, más celo
pondrá ese servidor público en insuflarlas con presteza; el mejor ejemplo, los
Estados comunistas habidos y por haber, en los que nunca el funcionario debe
plantearse otra cosa que mostrar su obediencia sin preguntarse sobre la posible
irracionalidad de la consigna. Y más: en “Eichmann en Jerusalén”, Hanna
Arendt refiere al procesado como uno de esos funcionarios, obediente y prolijo
en su manera de organizar las cosas, para que todo se hiciera bien, aunque lo
que se hacía era matar el mayor número de judíos en el menor tiempo
posible. Y, en estos tiempos, lo último
es convertirnos a todos en funcionarios de nosotros mismos, en sumisos súbditos
dispuestos a admitir lo que sea en aras de lo que, en cada momento, se
considere “Bien Común”. Miremos, si no,
a nuestro alrededor, y escuchemos. Lo dicho: da miedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario