Nos
resultan familiares locuciones como “derechos
inherentes e inalienables”, Estado de Derecho y otras que forman
parte de nuestro imaginario democrático.
Todo comienza con el final del
denominado Antiguo Régimen, a partir de
las revoluciones americana y francesa.
Suponía ello la ruptura con el absolutismo, a través de principios como
la división de poderes, la soberanía nacional, y con ella el sufragio y el
parlamentarismo. En relación con la
nueva situación, se redactaron declaraciones de derechos: la de Virginia, habla
de derechos inherentes a los seres humanos; la del hombre y el ciudadano
(revolución francesa) se refiere a derechos imprescriptibles; la de los derechos
humanos sentencia, en su último artículo que “nada en esta Declaración podrá interpretarse en
el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una
persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a
la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta
Declaración”. En
resumen: los derechos lo son por su
carácter inalienable y dejan de serlo si se relativizan ¿Qué está, pues, ocurriendo para que, en los últimos tiempos, aceptemos la conculcación de
nuestros derechos e incluso pidamos nosotros mismos que nos los conculquen? El
sintagma es “Bien Común”, la vieja excusa de los liberticidas, como
cajón de sastre donde todo termina por caber.
Ya sé que la emergencia sanitaria parece una excepción benigna, pero
nunca nada lo es del todo; cuando lo permitimos una vez, acabamos por
permitirlo otras muchas, pues razones siempre existen. Y es así como se cruza, casi sin advertirlo,
el umbral del totalitarismo.
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