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13 abril 2010

CORRUPCIÓN

La corrupción forma parte del Estado y del sistema político. Reside en la condición humana. Pero, ¿qué proporción de la misma es digerible? ¿En qué punto deja de ser una irremediable mácula para mudarse en metástasis indomable? No debemos pensar que la podredumbre está excluida de la Democracia y que es la excepción consiguiente al alejamiento de las democracias reales respecto de la democracia ideal y platónica existente, como modelo canónico, en el universo de las esferas. En absoluto. La corrupción es consustancial al poder y, en los denominados Estados de Derecho, el poder también existe; un poder menos absoluto que el de los sistemas dictatoriales y/o totalitarios, pero poder al fin y al cabo. En la democracia española, la corrupción se ha comportado, en los últimos treinta años, como un Guadiana políticamente transversal que aparece y desaparece, que está ahí latente. Es algo más que un problema de financiación de los partidos. Está, tal vez, en nuestra índole latina y mediterránea, como una evolución de la añeja picaresca acomodada a estos tiempos de competencias urbanísticas y de concesiones administrativas. Allá donde haya dinero que repartir, o canonjías, brotan los buscones de siempre. Se trata de una carcoma que se encarna con facilidad. No nos extrañemos.

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