Fue monje, no había otra, y también
filósofo, Pedro Abelardo, allá por los principios del siglo XII. Pude anotar,
en mi visita a un monasterio, de origen medieval, en el norte palentino, una
frase suya que allí se destacaba, en una de las vitrinas que jalonaban la
visita: “no quiero ser filósofo hasta tal punto que resista a Pablo; no
quiero ser Aristóteles hasta tal punto que me aparte de Cristo”. Se resaltaba esta sentencia para mostrar a los
visitantes la importancia de la Religión en aquel contexto. Pero se me ocurre que también nos indica lo
que fue la extensión del cristianismo
desde el siglo IV, impuesto al “pagus” a sangre y fuego. Tal vez los principios de aquella nueva
religión, establecidos de manera inmisericorde a través de los concilios como
justificación frente a la herejía, fueron la agenda 2030 de entonces, y nos proporcionan una suerte de isomorfismo con lo actual, pues nos
recuerdan lo que está sucediendo en el universo de las ciencias, que devienen
teología con efectos tecnológicos, pero que no dejan de partir siempre de la
verdad revelada para no resistir a los avatares de Pablo ni mucho menos a la
doctrina oficial que, poco a poco, como la lluvia fina, se va superponiendo y
encarnando sin que nada hayamos podido hacer, de momento, por evitarlo.
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