Entre otras cosas, la Democracia, al menos la democracia real y palpable, no adjetivada, la que Gustavo Bueno denomina como realmente existente, es, entre otras cosas, representatividad. Ello supone que la soberanía, expresada a través del sufragio, se enuncia institucionalmente mediante los representantes elegidos en un marco de pluralismo o pluripartidismo. Cualquier alternativa a este sistema, el peor de los sistemas exceptuando a todos los demás, como se atribuye a Churchill, ha devenido siempre, hasta el presente, en totalitarismo. El fascismo, verbigracia, se exteriorizó como superación de la débil democracia liberal y de la partitocracia; el propio Primo de Rivera, en la España de los años veinte, justificó su golpe de Estado como acción contra los profesionales de la política. Para el marxismo-leninismo, y para el maoísmo o el trotskismo, la democracia formal o burguesa debería ser sustituida por la verdadera democracia, la del partido único y la dictadura del proletariado. A partir de todo ello, es difícil encajar el actual movimiento de los indignados, que toma el nombre de un librito lleno de lugares comunes y que sigue la estructura de los libelos decimonónicos, fuera de una pura deriva antidemocrática. La concentración en lugares públicos de ciudadanos que únicamente se representan a sí mismos, pues la verdadera representación es la de las urnas (expresada recientemente), no tiene más relevancia que otra congregación de ciudadanos enfadados por algo concreto: el aborto, una ley laboral, etc. Además, el apoliticismo o transversalismo que parecen denotar nos recuerda más al corporativismo social de los sistemas fascistas y/o autoritarios que a un verdadero intento de regeneración democrática.
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