Existimos como si nuestro orbe fuera inmutable y nosotros, perpetuos. No queremos, además, ser conscientes de que habitamos un ínfimo recoveco del tiempo,
preocupados por asuntos que serán, en nada, pavesas de un devenir cambiante
cual río de Heráclito. Y, así, en esa
actitud, somos presa fácil para los embaucadores de siempre (que esos sí
permanecen, con ropajes cambiantes) y para las falsedades de cada instante,
aderezadas según gustos momentáneos, pero sin alejarse de su objetivo de
control; ya sean el pecado, la ortodoxia, la raza o cualesquiera otros
conceptos o categorías (género, ecosistema, solidaridad, clase) que,
salpimentados de la manera pertinente e impelidos a través de los medios que
correspondan, sirvan de excusa para que la minoría organice nuestras vidas y
nos imponga la hemiplejía moral de cada sucesivo presente.
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