Aseveraba Jean-François
Revel aquello de que "la
mentira mueve el mundo", lo cual, si ahondamos en la esencia del Poder
y de la propaganda, parece incuestionable.
Desde la muerte del francés, hace menos de quince años, la cosa no ha
mejorado, pues hemos visto acrecentarse los mecanismos para inducir una
realidad modificada a gusto del emisor o directamente inventada. La cosa viene de lejos. Si pensamos, verbigracia, en el arte
Románico, recordaremos su idiosincrasia "didáctica", es decir, de adoctrinamiento
visual de un pueblo analfabeto. Por
ende, eso que llamamos propaganda está ahí desde siempre, aunque tal vez en los
años veinte del siglo homónimo recibió carta de naturaleza, cuando el régimen
soviético, a través de la Komintern, convirtió la verdad de diseño en su forma
de actuación, con un éxito considerable, ya que algunas de sus
"fakes" son admitidas hoy como verdad incuestionable por un sector
considerable de ciudadanos. Luego,
Goebbels utilizó asimismo el método, partiendo de que la mentira mil veces
repetida se torna verdad. Y, en el
presente, los métodos y procedimientos para todo ello se multiplican a través de las redes
sociales y de los algoritmos para falsificar noticias o imágenes. Así, se necesita mucho cuajo para
plantearse, no ya la verdad, que igual ni existe, sino la exactitud de lo que
vemos o oímos, cuya aceptación depende cada vez más de una suerte de detector
emocional basado en nuestras ideas y prejuicios previos, en un contexto de
población indocta ante estas cuestiones.
De este modo, la democracia se convierte cada vez más en una retórica y en
una idea límite que resultará, dado el escenario descrito, inalcanzable.
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