Amordazar a los otros es una propensión añeja y
recurrente. El control y el miedo
siempre funcionan, sea cual sea la vía utilizada para imponerlos. En la actualidad, lo políticamente correcto
ha devenido procedimiento perfecto en este sentido. Y, en ese caldo de cultivo, sectores radicales y
fanatizados buscan, como ayer, como siempre, silenciar a los discrepantes. La censura cabalga de nuevo, si es que alguna
vez se bajó del caballo. Lo curioso de
las nuevas imposiciones es que van surgiendo de eso que se denominó Izquierda,
en la que, perdida la referencia de la Guerra Fría y del comunismo canónico del
orbe bipolar, han ingresado renacidos dogmas que se mueven entre lo
políticamente correcto y un nuevo fanatismo: la ideología de género, llevada al límite, el
ambientalismo y demás predicaciones se revisten de moralidad suprema e intentan
imponer, en la práctica o, incluso, a través de la legislación, la mudez de los discordantes, de los dudosos o de
todo aquel que, en un momento dado, pueda encontrar fisuras en los credos de lo
progre. Poco a poco, como la rana
vertida en agua fría para su lenta cocción, lo absurdo va tomando carta de
naturaleza, al tiempo que lo que no resiste un análisis se torna sentido común.
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