Empieza a espantar el asunto del denominado "género". No por la cosa en sí, pues a nadie con un
mínimo sentido común le puede parecer mal la reivindicación de la igualdad de
sexos; se trata, más bien, del empeño que todas las esferas y centros de poder
ponen para irradiar la cuestión y difundirla en todos los sentidos y con todos
los recursos a su alcance, hasta el punto de que no parece que se trate de nivelar
los derechos de hombres y mujeres, sino que ello sirve de pretexto para otros
objetivos que tal vez ni imaginamos. Lo que sí asoma es el determinismo
subyacente, el planteamiento del género como algo independiente de nuestra
voluntad, que nos trasciende y forja nuestra psicología, nuestra actitud e incluso nuestra índole
moral. Así ocurrió con la Raza en otro
tiempo, cuando se medían cráneos y, al socaire de la Antropología entonces
naciente ( tanto la Física, como la Cultural), se trocaba en lógica inapelable
la dependencia del individuos, en cuanto a rasgos psíquicos y demás, de su
raza. Como la cosa acabo mal, y el
concepto de raza quedó desprestigiado, se volvió más tarde a la carga con la
noción de Cultura. Y, ahora, el Género
como idiosincrasia biológica y mental que nos condiciona de manera casi
absoluta. Y se desparrama ello desde el
Poder, en una extraña revolución desde arriba ( ¿alguien recuerda aquello del paternalismo patronal?) , que genera pavor en cualquiera
con un mínimo sentido crítico. Nunca
las cosas son lo que parecen y menos en estos tiempos de barullo conceptual y
mudanza gnoseológica.
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