Los que saben dónde está el Bien y conocen el camino
recto, prestos además para empujarnos hacia el mismo independientemente de
nuestros particulares deseos, se van reencarnando, una y otra vez, a través del
devenir histórico. Tal vez sea esa la
verdadera metempsicosis y no la que, desde antes de Platón, conjeturamos. No cabe duda de que lo sobresaliente sería el pacto acerca de dónde mora el Mal, como
dejó escrito, entre líneas, Hanna Arendt, o como aseveró de manera explícita Glusckman, pero acontece forzosamente que los reencarnados de cada período,
convencidos de conocer la ubicación exacta del
Bien, aspiran a imponerlo al resto. Así funcionó el programa con los primeros
cristianos que derribaron el paganismo; el procedimiento retornó con la Inquisición
frente a la herejía y, ya después, con
el comunismo, el nazismo, la ecología o la ideología de género, avatares todos
ellos de la misma idiosincrasia liberticida y opresora. Cada momento de la Historia tiene su afán,
pero los conocedores del Bien terminan por imponerse. Lo escribo, una vez más,
aquí, sin temor a ser repetitivo.
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