Cuando regresa de un día de ruta por espacios naturales,
bosques o caminos forestales, siente el homo urbano el relax que le genera el
extrañamiento de su orbe artificial y humanizado. Somos seres de lejanías (creo que ya lo
afirmó Heidegger) y nos placen los universos distintos y distantes. Tal vez por ello elaboramos un concepto de
Naturaleza, con mayúscula, como entidad sustantiva y metafísica. De ahí al conservacionismo extremo de todo lo
"natural", hay un paso; se trata, en el fondo, de conservar la obra
de Dios, pues tal vez ello derive del panteísmo bajo-medieval y tomista, un
nutriente esencial, y originario, del ecologismo, entendido como religión de
nuestros días. En ese panteísmo, el ser
humano parece no ser nada, una simple anécdota contingente en el devenir de los
eones. Y, claro, ¿quién es ese ser
humano para influir en la Naturaleza y
decidir sobre ella? Salvo que ese humano
sea ecologista y partidario del conservacionismo, en cuyo caso sí puede erigirse
en salvador del ecosistema. De este
modo, entramos en un fenómeno ya viejo: la división entre los poseedores de la
verdad y el resto, o sea, el supremacismo en su vertiente ideológica.
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