Los adalides del desafuero no reposan. No se les ve, pero se percibe su presencia a
través de los más disparatados, aunque socialmente aceptados,
argumentarios. En sociedades menos
refinadas, saldrían a la luz tan panchos, como si nada. Tal vez sea esta la única ventaja de la
corrección política que nos anega,
librarnos, por pura hipocresía, de la contemplación de sus rostros, de la exhibición pública y rotunda de su
idiosincrasia carente de límites. No sé
cuántos, o cuántas, son, ni que aspecto muestran. Son, en todo caso, la otra cara de la moneda,
de esta moneda que nos circunda y nos cobija, hecha de cartón piedra, de
escenografías, de posverdades y
postureos. Es posible que constituyan la
verdad; al menos, esa verdad arcana que
algunos indagan tras la apariencia de los hechos. No sé.
Parece que son bastantes en número como para hacernos dudar. Pero escribo al final del día, con el
cansancio acumulado y la sintaxis
difusa. Puede ser que mañana, tras el alivio,
estas cavilaciones se me antojen puro desatino.
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