Este vocablo pentasílabo y polisémico es como el fantasma del comunismo en los tiempos decimonónicos. Recorre Europa, y el mundo entero, y se pronuncia millones de veces cada hora bajo prosodias distintas y distantes. La solidaridad es hoy la llave que abre las puertas de los corazones y la tarjeta de visita que nos identifica como miembros del club de lo políticamente correcto. Ya nadie quiere pasar, a los ojos de sus compañones y coetáneos, como vacío de ella, y pronto los padres más papistas dirán, ante el hijo descarriado, aquello de antes muerto que insolidario, poniendo este adjetivo allí donde, en otros tiempos, ponían otro alusivo a las inclinaciones eróticas de sus retoños. Ser solidario, amén de otorgar una precisa estimación social, sale barato. Apadrinar un niño, o contribuir al sostenimiento financiero de una ONG, es más económico que tomarse un par de copas o que cenar el sábado en una parrilla de las afueras. Y ello si nos referimos a ciudadanos normalitos en cuanto a poder monetario. No digamos nada si los solidarios son esos otros que viven en una urbanización de lujo, a salvo de inmigrantes y demás delincuentes. Todavía más barato. La noción de solidaridad ha ido sustituyendo a la de buen católico: caridad para tranquilizar las conciencias y ritos eucarístico-comulgatorios en forma de maratones de ayuda, rastrillos y otros eventos. Durante los años cuarenta y cincuenta, en España, el calificativo de católico era casi sinónimo de buena persona. Hoy ocurre lo mismo con el de solidario.
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