Del latín, progressus,
el diccionario define el vocablo progreso
como la acción de ir hacia adelante
o, en segunda acepción, como avance,
adelanto, perfeccionamiento. Fue el
gran mantra de los ilustrados del XVIII que, frente a la concepción cíclica del
eterno retorno o a la teoría de la degeneración de los ciclos, movieron la edad
de oro desde el pasado nebuloso hacia un futuro henchido de perfección. Desde entonces, el progreso fue el gran
argumento, que se plasmó en otras ideas fuerza como educación, ciencia o
industrialización. Hasta tal punto tuvo
éxito la locución que se convirtió en definición ideológica: los progresistas
como opuestos a los conservadores o reaccionarios. En este presente confuso, y tal vez caótico,
ya no resulta fácil desentrañar dónde están unos y otros; así, los que profesan
la religión ambiental del ecologismo se dicen conservacionistas, en una actitud
que se extiende también a los ecosistemas culturales en el sentido de salvar
lenguas o etnias minoritarias y, por otra parte, los gurús del capitalismo se
refieren al crecimiento económico como progreso en el contexto del
mercado. Pero, ¿dónde está el progreso?
¿existe una noción objetiva del mismo? ¿existe el propio progreso como realidad
tangible al margen de los deseos o estrategias de quienes lo proponen?. Tal vez sea necesario volver, con la
imaginación, al Siglo de las Luces y
observar su contexto para después llevar a cabo algunas relecturas, porque
igual, en el presente, la oscuridad y la superstición cabalgan de nuevo. Y nadie busque a Roma en Roma.
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