Abundan los abanderados en estos tiempos confusos y
bajoimperiales. Los hay de toda suerte y
condición. Tienen en común su frenesí
militante en relación con las más variadas causas, y nunca declinan el mostrarse. Hay más banderas de las que imaginamos y el dogma
se cuela por los intersticios de la ausencia de certezas. Algunos no saben que lo son, pues los blasones
que portan no siempre lo son en sentido estricto, aunque sí profundo. La bandera, en muchos casos, puede ser una
camiseta reivindicativa, o una pancarta, o un simple modo de estar que se
define por la simplificación, por supersticiones inconscientes que se plasman
en ese rugir emotivo que constituye el nuevo ideograma de las soluciones
burdas. Entre ellos, los hay que
abanderan el nuevo panteísmo, ultramontano, de lo ecológico o lo animalista;
otros, encabezan otras ideas, más bien emociones, e intentan transmitirlas urbe
et orbe mediante el mecanismo bipolar de las redes sociales, que centuplican
las sensaciones de vieja plaza del pueblo.
Y, entretanto, la lógica va perdiendo posiciones y retrocede sin pausa,
como en aquel siglo IV de nuestra era, cuando el paganismo, epígono en crisis
de la Razón y el antropocentrismo, se vio, poco a poco, revocado por la nueva
religión romana. Amenábar lo mostró de
manera casi perfecta en "Ágora".
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