Más sobre el fanatismo. No es, tal vez, una anomalía puntual
de un período concreto e identificado de nuestra Historia. Más bien se trata de un componente inherente a
nuestra idiosincrasia. Su relación con
las sectas y con la religión se conoce desde antiguo. Y nunca se va. Puede emerger con más o menos intensidad en
cada momento, o tornarse más o menos visible, pero siempre está ahí, en lo
religioso, en lo filosófico y en lo político.
Como bien modeló Cipolla, los malos, aliados con los estúpidos, hacen
estragos. No sé si el común de los
humanos lo vemos venir; sabemos lo que pasó en el pretérito y denostamos, como
ciudadanos mansos, el delirio de ese lapso temporal, rumiando que así estamos a
salvo del Mal. Pero no. El Mal, como ya
hemos repetido aquí en otras ocasiones, muda su piel y apariencia; igual, en
nuestro presente, está donde menos imaginamos.
Un buen detector es el fanatismo denotado. Busquemos al liberticida, al amigo de la
censura porque conoce nuestro Bien (y está dispuesto a imponérnoslo) y habremos
levantado un primer velo. No será
definitivo y quedarán otros. Pero, al
menos, sabremos dónde ahondar. No
busques a Roma en Roma, rezaba un viejo
adagio.
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