No sé si regresa la fe, como forma de conocimiento, o si
siempre estuvo ahí, agazapada y formando parte de la dosis de apriorismo de las
ideologías contemporáneas. Pero tengo la
impresión de que, abandonando el ámbito
propio de las religiones canónicas o no canónicas, la fe y su correligionaria,
llamada superstición, se muestran de nuevo, flamantes y sin remilgos, a través
de eso que hemos dado en llamar posverdad. Da la impresión de que a casi nadie le
interesan los datos o los argumentos, salvo para retorcerlos en favor de su
idea previa acerca del mundo y de las cosas.
La ideología, además, deviene, idiografía (las redes, las imágenes
archirrepetidas, la brevedad de lo emocional frente a lo tedioso de los
argumentarios) y la ignorancia, inconsciente de su propia condición, se torna sensación de sabiduría. Ya ha ocurrido antes, en otros tiempos y
lugares: el fin del Imperio romano, con
la irrupción del cristianismo, las
herejías y su persecución, las guerras de religión o los años treinta del siglo
XX, con su rosario de movimientos emocionales e irracionales para disfrute de las
masas. Y, después, cuando el daño ya
está hecho, y se despierta de la borrachera del odio, nadie ha sido
responsable. Ya no tengo claro que, como
afirmó Marx, la Historia suceda una vez como tragedia y se repita como farsa,
porque hay farsas siniestras que esconden sufrimientos colectivos bajo la
careta de lo aparentemente irrelevante.
Tiempo al tiempo.
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