La coerción ha venido siendo, en nuestra historia
humana, una de las varias formas de ejercitar
violencia sobre los otros, de obtener su forzada anuencia a nuestras
pretensiones. Sea individual o
colectiva, la coacción es parte integrante de la metodología de la imposición,
aunque a veces pueda parecer, al observador negligente, una especie de extorsión
de baja intensidad o una acción enaltecida por sus fines. Sea como sea, es bastante vieja y tal vez
consustancial con la índole humana. Incluso
puede ser justificada, o considerada loable, desde la perspectiva de una moral
concreta ( la moral de una banda mafiosa, verbigracia, incluye como aceptables
acciones que, en otro contexto social, serían inaceptables), pero nunca desde
un punto de vista ético, tanto si nos referimos a la ética individual como si pensamos en la ética del Estado
entendido como representación de la comunidad política.
La pensemos como la pensemos, y sean sus fines los
que sean, la coacción es siempre coacción. Su aceptación supone adentrarnos en un piélago
de peligros. Siempre los medios espurios
conducen a fines de su misma naturaleza.
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