Simplificar la
realidad es, muchas veces, indispensable para comprenderla o explicarla. Las apeladas Ciencias Sociales así lo hacen,
porque es la única manera para desarrollar modelos nomotéticos. Sin embargo, cuando la simplificación es
excesiva por básica, se da lugar a ese dogmatismo de andar por casa que es la
salsa de las ideologías. Y en tiempos
difíciles, e inciertos, como este presente que nos ha tocado, ello se convierte
en el pan de cada día. Escuchamos
opiniones, soflamas, propuestas de solución…casi siempre desde un argumentario
pobre y elemental, y partiendo de una visión de la realidad esquemática y llena
de lugares comunes. Si además se engalana
todo ello con el polvo de la emotividad y del subjetivismo, el cóctel
resultante es descorazonador. Pero la
realidad que habitamos, al margen de que podamos abreviarla por motivos
prácticos y científicos, es un todo complejo y lleno de matices. Aunque a casi nadie parece importarle. Preferimos mirar con los ojos del sentimiento
y el prejuicio pretendiendo que ningún hecho o dato malogre nuestra
teoría.. Se trata de un deductivismo
pueril y huérfano de evidencias, basado en el voluntarismo y en un deber ser de
baja intensidad. Indagar en profundidad
y con rigor parece una pràctica descartada, quizás porque cada vez atesoramos
menos instrumentos conceptuales al tiempo que el lenguaje se empobrece. Y el lenguaje simple sólo puede conceptuar
realidades simples. Ya lo dijo Confucio (o
al menos se le atribuye): “aprender sin
pensar es inútil; pensar sin aprender, peligroso”.
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