El pensamiento sin coherencia renuncia a ser
pensamiento. No se puede afirmar una
cosa y su contraria ni valerse de principios distintos, u opuestos, según las circunstancias o los
asuntos. Tampoco se puede pensar con
claridad sin una mínima dosis de conocimiento, de reflexión racional al margen
de las emociones. Pero la incoherencia,
siempre presente en nuestro devenir como humanos, alcanza hoy cada vez más
fuerza. Queremos libertad y bienestar
individual pero, en muchos casos, denostamos al tipo de sociedad y de economía
que los garantiza; queremos paz, pero no sabemos defenderla; queremos esto y
aquello, pero no somos capaces de articular un pensamiento que se corresponda
con esas pretensiones. En las redes
sociales, en los grandes medios, en el día a día, se expresan opiniones que
muestran una incongruencia creciente. No
queremos que nos maten, pero justificamos, en cierto modo, a quienes quieren
matarnos, a quienes son una amenaza real contra nuestro modo de vida. Y la sociedad que no se defiende, o que no es
consciente, a través de sus individuos, de esa necesidad de defensa, está a las
puertas de su propia extinción. La
libertad es una anomalía histórica que se ha convertido en seña de identidad de
nuestras sociedades. Pero, creyendo ampararla, la socavamos día a día, al
mismo tiempo que justificamos, consciente o inconscientemente, a sus enemigos.
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