Me pregunto si es
posible cambiar el orbe, en el sentido que a ello se le suele dar, entendido como
un acto de voluntad. Es cierto que el
mundo cambia, no permanece inmutable, pero lo hace a pesar de nosotros y con
nosotros, no como un efecto proyectado de antemano. Y los intentos para hacerlo
así, para alcanzar la nueva sociedad y el nuevo hombre, han sido hasta ahora
sueños que acabaron convertidos en espeluznantes pesadillas. La sociedad y sus estructuras evolucionan, o
involucionan, al margen de nuestros deseos, como consecuencia de movimientos de
fondo asociados a cambios técnicos; los supuestos visionarios, adelantados o
adalides que, subidos a la cresta de la ola de esas mutaciones, emergen como
responsables de las mismas no son otra cosa que expresión e instrumento de
ellas. Desconfío, pues, de los predicadores civiles y laicos que, como los
otros, prometen felicidad y buenas nuevas, pero que no son más que sectarios
mensajeros del sufrimiento. Es por ello
que prefiero la evolución a la revolución y, en todo caso, soy más partidario
de morir de sed que ahogado por las tempestades provocadas para revertir aquella.
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