Tornan tiempos de
silencio, de turbación sin compromiso, de medias verdades. Hay, en cada lapso histórico, una suerte de
sentido común dominante que, por certeza, ósmosis mediática o temor, se va
imponiendo para imprimir los juicios y
las intenciones. Ayer lo fueron las
verdades del marxismo o del catolicismo.
Hoy, no se sabe bien. Una especie
de amalgama de lugares comunes que hacen confluir algunas de las mitologías de
lo progre con ciertos universales de lo religioso o de lo simplemente
conservador. El resultado es un retorno
de lo que creíamos superado: algunas
gotas de revuelta de los años setenta y primeros ochenta, mezcladas con
indignaciones de nuevo cuño y con el miedo al pensamiento como paso previo del
sentido crítico. Y, así, entre el cañoneo
de la prima de riesgo y las dolencias
del euro, todo parece claro y dictado.
En ese contexto irrefutable de pensamiento único, las revueltas y las
barricadas se presentan más como un aderezo consentido que como una alternativa
de futuro. Y, poco a poco, el ciudadano
real, individual y único, se desdibuja y desalienta, se sume en el silencio,
calla aunque tal vez no otorgue y regresa al silencio de quien ya sólo escucha
la música de las esferas del Poder sin posibilidad de defensa.
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