La vieja
identificación socrática entre Saber y Virtud sigue estando presente. Consiste en suponer que el Mal, si es que existe algo
parecido, no es sino el fruto de la ignorancia.
Por su parte, el Bien florecería
desde el conocimiento. En el lenguaje
técnico-pedagógico emanado de las sucesivas reformas educativas se ha ido atesorando
el poso de esa identificación: aquello de las actitudes, adquiridas en relación
con conceptos o procedimientos, ha devenido hoy en lo que se denomina educación
en valores ( sin especificar cuáles de ellos, pero es esa otra cuestión). El caso es que flota en el ambiente una
suerte de tendencia a inferir que del conocimiento (supuesto que acordemos en
qué consiste) brota la virtud o que esta logra ser enseñada o transmitida. En eso se afanan, al menos, los distintos
profesionales de la enseñanza, desde los que atienden a discentes de jardín de
infancia hasta los que tratan con adolescentes o posadolescentes. Sin embargo, parece claro que la presunción
socrática a que hacemos referencia es una conjetura falsable en el sentido que
Popper le dio al vocablo. Saber,
conocer, pensar, no es equivalente a la bondad ni ser ignorante es sinónimo de maldad,
salvo que confundamos la primera con la hipocresía de los sepulcros blanqueados
o la segunda, con la falta de urbanidad o la rudeza. Por otra parte, tendríamos que ponernos de
acuerdo sobre qué es y no es saber y conocimiento; asimismo, las virtudes y
valores varían según culturas, épocas y personas. Ni la sabiduría es una garantía ni la
ignorancia puede servir de escusa. Quien
quiera entender que entienda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario