El miedo. Uno de los dispositivos humanos más probado. Forma parte del instinto de conservación (tal vez suscitado por la necesidad de alerta frente a los depredadores) y, cuando brota, concentra toda nuestra atención sobre ese foco. Es, por ello, un vigoroso agente de influencia sobre la conducta de los individuos y de las masas. El Poder, desde luego, lo ha esgrimido desde siempre: miedo a la muerte, a la tortura, al destierro, al infierno, en una palabra, miedo. Pongamos como ejemplo el “milenarismo” medieval, redimido, en nuestros tiempos, por las distintos credos catastrofistas y agoreros que nos anuncian un futuro desolador si no hacemos caso de sus proclamas políticas, sociales o ambientales, siendo paradigma de ello el milenarismo ecológico o climático. En relación con todo ello, y en los últimos tiempos, el Poder, con mayúscula, se está sirviendo de ese resorte con maestría. Ya no se trata del miedo a la persecución, al potro o la mazmorra, ni siquiera de un vago temor a la condenación eterna, sino de pavor al futuro más inmediato, concreto y matérico. Ese miedo nos estanca y nos hace aceptar cualquier mudanza o reforma como mal menor respecto al “Gran Mal” económico y financiero que se advierte. Precedido el intento por algunos tanteos previos (gripes varias, catástrofe ambiental), se concreta ahora en la hecatombe de nuestra forma de vida y de nuestro nivel de vida. Ante tal perspectiva, y poco a poco, en una suerte de “síndrome de Estocolmo”, vamos anhelando una salvación de ese destino aunque sea a base de renuncias, de asentir a cualquier clase de reforma o de recorte. El método es viejo, y redivivo en el presente. Que cada cual juzgue.
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